jueves, 27 de noviembre de 2008

El arte y la memoria


En estos días en que la memoria histórica, es más un quebradero de cabeza que un derecho, quiero traer a colación algunos aspectos del insigne escultor Pedro de Mena, discípulo de Alonso de Mena (su padre) y Alonso Cano. Hombre de gran talento artístico y comercial, fue uno de los referentes del siglo XVII en la talla y la policromía. Sus obras llegaron incluso al antiguo virreinato del Perú o a la ciudad de México, y fué declarado maestro mayor de escultura de la Catedral de Toledo donde se expone una de sus obras maestras: San Francisco de Asís. Una de sus mayores obras de conjunto, es la sillería del coro de la Catedral de Málaga, que he tenido el gusto de visitar.
Como devoto y piadoso lo describen los archivos de la época; de hecho, cinco de sus hijos que sobrevivieron, de los catorce que tuvo, pasaron a la vida conventual hasta el fin de sus días.
En su testamento de 1675, habla de su hija Juana que aún no tenía seis años:
"... y desea vivir y permanecer en estado de religión, guardando pureza y castidad, por lo que deseamos que sea religiosa por ser de los estados más perfectos y seguros para la salvación."
Por su firme creencia religiosa, pidió ser enterrado entre las dos puertas de la iglesia del Císter para que su lápida fuera pisada por todos los fieles que entraran en la iglesia.
Como billete para el ascenso en la escala social, se convirtió en 1678 en familiar del Santo Oficio de la Inquisición, lo que además de ser la evidencia pública de la "pureza de sangre", le eximía de pagar impuestos.
Parece hoy en día, difícil de casar algunas actitudes de tiempos pasados con la piedad en cualquiera de sus formas; la delación de supuestos herejes, o su pluriempleo como mercader de seda y esclavos, serían vistos hoy con una cierta reticencia.
Los hombres, lo son de su tiempo, aunque en todas las eras haya habido adelantados, la mayoría de las gentes, respondieron siempre a un statu quo vertical, dependiente de los poderes establecidos, pero me cuesta mucho admitir, que un padre, sepultara a su pequeña hija en vida. Por omisión, exceso o ambición, se han cometido atrocidades a lo largo de la historia, y quienes se arrogan en exclusiva la piedad, tienen quizás más dolor a sus espaldas que los hombres más salvajes incultos y sin ningún arte aparente.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Rumbo sur


Finalmente no he visto el mar, pero sin solución de continuidad, parto otra vez esta tarde hacia Antequera, Córdoba y Málaga, asi que no descarto un encuentro con él.
En la última semana me convertí en un hombre rural, entre olivos, granados y cítricos; ordeñé cuatro olivos y me surtía cada mañana de mandarinos y naranjeros para mi inveterada y saludable costumbre de rematar mi café con un refrescante zumo de naranjas y mandarinas. Fue un viaje placentero y sosegado, pero me temo que no lo será este que hoy comienzo, debido a una apretada agenda, impropia de un anacoreta. Regresaré la próxima semana a mi retiro de Madrid, confiando en que llueva entre semana para mantener mi pequeño jardín de ciudad.
Reconozco un cierto cansancio físico, mechado de esa ténue debilidad emocional que trae aparejado el otoño; la melancolía difusa y los pies fríos, son una estupenda combinación para un bosquejo de miseria existencial que espero se diluya ante la luz estridente del Mediterráneo. La actividad suplementaria que supone eludir la visión de escotes, y muslos bronceados, me mantendrá lo suficientemente ocupado como para que el tiempo pase más deprisa. Os dejo la imagen de un luna espléndida que iluminó mi última noche alicantina.
Hasta pronto.

viernes, 7 de noviembre de 2008

I've heard the mermaids singing

El mar es un horizonte líquido al que no tenemos fácil acceso en Madrid; las veredas para llegar a él son largas y sinuosas, pero los que tenemos oído fino, podemos escuchar las rompientes. De sureste; oeste y norte, nos llegan los murmullos del agua; y en días de aire límpido, somos hasta capaces de escuchar el canto de las sirenas. He conocido un abad prodigioso, que decía poder ver a unos cien pasos a una hormiga amamantando a su cría, cuando yo apenas alcanzaba a oír el chupeteo.
En las grandes ciudades, se atrofian algunas facultades, pero otras, se agudizan hasta la neurosis. Creo que lo que más detesto de mi ciudad, es el ruido; todo se ejecuta con el mayor escándalo posible, desde la recolección de basuras al barrido de sus calles. Pareciera que estas contratas, cobraran por decibelio, más que por productividad. Luego están los pregoneros raudos, que en cada esquina, anuncian su inminente llegada y paso, aunque se trate de un: Ceda el paso, con insistente sonar de cuernas, que es lo que tarde o temprano, terminan cediendo.
Una ciudad cosmopolita, tiene gente despierta y dormida a todas horas, pero hay quien no llega a entender esta evidencia, y en cuanto se levanta, está dispuesto a defender su vigilia estrepitosa (y daños colaterales incluidos), con el sólido argumento de: "Ya es una buena hora para estar despierto".
Mañana estaré en el mar; no habrá sonidos de ciudad, ni carruajes ni estridencias y las sirenas estarán cerca. No debo olvidarme pues los tapones de cera.

A Luis Landriscina y Patricia Rozema

sábado, 1 de noviembre de 2008

Los muertos a los que escribo

Soy muy cabezota a veces, y los pequeños inconvenientes de la vida cotidiana, no son capaces de retraerme de mis costumbres. Hay cosas con las que disfruto tanto, que no dejo de hacerlas aunque se conviertan en ejercicios inútiles a ojos ajenos. Forman parte de mi vida, y como tal, permanecen con una vigencia empecinada a través del tiempo.
Por ejemplo: extraigo las semillas de cada alimento vegetal que me dispongo a comer. Es una tarea meticulosa que llevo a cabo con la mayor de las paciencias; aunque sé que necesitaría muchas vidas para germinar todas las que ya tengo preparadas, tras hacerles saber que ya ha pasado el invierno, con una dosis de congelador de dos semanas. También habría de ser un terrateniente, para disponer del espacio necesario para semejante huerta. Tengo melocotoneros, naranjos, limoneros, aguacateros, paraísos (estos son más por nostalgia de mi tierra, pues sus frutos son tóxicos), granados, vides; y mi primer manzano, despunta orgulloso. En primavera vendrán los tomates, los pimientos, ajos, perejil y todo aquello que crezca voluntariamente. Cuando los árboles han crecido, los regalo y empiezo otra vez.
Con este mismo criterio, escribo cartas a María y a Omar; y aunque sé que ellos ya no pueden leerlas, me siento en su compañía mientras lo hago.
María es la única persona que conozco, que anunció su viaje con una semana de antelación, sin tener siquiera billete, o saber que la aguardaban realmente.
Ha pasado un año desde su partida, y no es que la recuerde por el día que es hoy, lo hago simplemente, porque no quiero olvidarla; o quizás es que no puedo.
Pasada la pena, es delicioso escribir cartas de las que no esperas respuesta, porque algo dentro disuelve las armaduras, y uno se ve fluir hacia lo esencial, como si alimentara la rueda de la vida, igual que con las semillas.