jueves, 30 de octubre de 2008

Días de radio

Siento especial predilección por la radio; de hecho, me acompaña una gran parte del día, sin que tenga que suspender ninguna tarea para atenderla; una parte de mí acomete la rutina de mi sosegada vida, mientras la otra, se deja formar e informar por esos amigos invisibles; trabajadores de un medio de comunicación masivo; equipos enormes de gente con talento y capacidad de esfuerzo, para que oigamos latir el mundo, y la vida por ende. La televisión me parece un invento estupendo, pero absolutamente desperdiciado en sus posibilidades; y que conste que no voy a decir lo de aquel señor, que sólo veía los documentales de la BBC, o que suspiro por 24 Hs. al día de: La vida secreta de la lagartija moteada del Nepal.
Hoy se cumplen 70 años de una emisión histórica; en el año del Señor de 1938, un joven y talentoso actor estadounidense, llamado George Orson Welles, con guión de Howard Koch (escritor de la Casa Blanca en la época), radió, en su espacio "Mercury Theatre on the Air": "La guerra de los mundos", de H.G. Wells, de la que se ha especulado largamente, acerca de si se trató de un experimento sociológico de masas.
Con menos de dos millones de oyentes, por tener otras emisoras rivales con programas de mayor audiencia, convenció a casi un millón de personas, de que los marcianos, invadían New Jersey. Tal era el poder de la radio de hace siete décadas, cuando sus emisiones ocupaban el lugar en nuestros días de la televisión e internet juntos.
Los bulos que circulan por la red, no son experimentos sociológicos, sino la puesta en escena del aprendizaje, tras aquel ensayo general de 1938. ¿Casualidad?... ¡Nooo lo creoooo!
Crece hoy exponencialmente el: "Difama, que algo queda", gracias a aquellos pinitos del siglo XX; por eso, si alguien os dijera que me han visto por la ciudad el sábado por la noche, con los ojos brillantes y un andar inseguro, no lo creáis; ¿Acaso habéis escuchado algo en la radio al respecto?... ¿eh?

viernes, 24 de octubre de 2008

Birraze

Me han dicho que mañana vendrá a la ciudad una mujer luminosa; dicen quienes la han visto, que emite una luz clara y radiante, y que está buena. Supongo que querrán decir que es buena, pero es que la gente habla cada día más raro, y se me hace difícil comprenderles totalmente. Al parecer desea celebrar su cumpleaños en la corte, si bien habitualmente reside extramuros.
Aunque la fiesta aún no haya sido celebrada, es uno de los regalos que le han hecho, lo que ha producido esa prodigiosa transformación. Hay quien habla de brujería, e inevitablemente, los ojos de los inquisidores intentarán presenciar el fenómeno; hasta a mí me ha despertado la curiosidad.
Una vez vi a la Mujer Barbuda, en una feria ambulante que me acogió un invierno; y si bien decían que era la atracción máxima en Madrid, dudé de ellos. ¿Qué podría haber de interés en un señor sin afeitar con falda?
Esto es diferente; probablemente me deslice hacia el centro cuando haya oscurecido, y seguiré a la multitud. No hay muchas oportunidades de ver una luna ambulante. Me mantendré lo suficientemente lejos como para no sucumbir, si se tratara de una tentación o un hechizo.
"Un día es un día", dicen también por las calles... ¡Menuda perogrullada!, seguro que tiene una segunda intención.
Ahora que lo pienso, ya que estaré allí; ¿porqué no tomar otra vez ese brebaje aromatizado con lúpulo?

domingo, 19 de octubre de 2008

La música de los gestos

Hoy tuve la oportunidad de escuchar un historia muy interesante y reveladora; un niño, cuya madre le había inculcado dar los buenos días a las personas con quienes trataba, saludaba cada día al conductor del autobús que debía tomar para dirigirse a la escuela. El chófer, poco habituado a esa circunstancia (y supongo que también un poco silvestre), tardó bastante tiempo en comenzar a responder el saludo, ya que nuestro joven, no se desalentó ante el silencio recibido en respuesta, y continuó deseándole los buenos días cada vez. En las mañanas en que el muchacho no estaba en la parada a la hora de siempre, el hombre esperaba hasta verle correr calle abajo y garantizar así que no llegaría tarde a sus obligaciones escolares. Quien narró la anécdota, no dijo si se trataba del ámbito metropolitano o de alguna zona menos poblada; pero lo que resulta evidente, es que la amabilidad, puede modificar voluntades. Cuesta muy poco dar una pincelada amable a nuestra relación puntual con los demás, apenas unas palabras, o sujetar una puerta para no darle en las narices al que viene detrás. La consideración y el respeto básico no debieran confundirse ni con la hipocresía ni el servilismo, fácilmente detectables, y por ello sin valor positivo. Vivir en una gran ciudad, es compartir un espacio reducido para muchas almas y por ende, es necesario establecer unas normas tácitas de solidaridad y civismo. Hay un proverbio chino que dice: "si no sabes sonreír, no abras tienda"; y aunque parece que muchos súbditos de ese país que regentan tiendas de "Todo a cien" no se han enterado del adagio, es innegable el poder de reclamo de una sonrisa o la amabilidad. Hay muchos comerciantes nativos y foráneos, que han aprendido la sonrisa en esta crisis; que les dure.

viernes, 10 de octubre de 2008

La dignidad en Madrid


El alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón vive en un mundo ideal; acostumbrado como está a ser el señor feudal de La Corte, decide aumentar los impuestos a una ciudadanía ahogada por la crisis y el desempleo, pero como contrapartida a su inoportunidad, está empeñado a velar por la dignidad de la capital de España, eliminando de las calles a los "hombres sandwich"; esos desheredados que se pasean por las calles céntricas emparedados entre dos pancartas que anuncian la venta de oro y similares. Apelando a la dignidad humana ha venido sancionando a las empresas que realizan estas prácticas con multas que les permitían seguir operando, con tal de haberlas pagado. Ahora, ya no participará más en el negocio y está decidido a borrarlo de un plumazo.
Es que le parece ofensivo, que un inmigrante desempleado, eche mano del último recurso posible para llevarse algo a la boca al final del día. Los hombres anuncio pues, denigran al ser humano; pero no los futbolistas que llevan sus camisetas con el aspecto de un bólido de fórmula 1, o esas mozas radiantes que parecen putillas con tutú en patines, promocionando las ventajas de esta o aquella operadora telefónica; no, eso es muy "fashion".
Indigno es poner parquímetros donde no hay problemas de circulación o aparcamiento en abierto afán recaudatorio; indigno es que las grúas municipales se lleven los coches que están fáciles de cargar un domingo a las dos de la mañana en la periferia, en lugar de los más complicados, que entorpecen los pasos de peatones o garajes en lugares donde la nocturnidad y la alevosía son más visibles; indigno es impedir a un fotógrafo utilizar su trípode para tomar una fotografía en treinta segundos, por estar haciendo uso indebido de la vía pública, cuando a escasos metros, decenas de mendigos con perros establecen su campo base en las aceras; claro, el fotógrafo no está ni loco ni borracho, ni tiene piojos, y como sí tiene algo que perder (su tiempo), acata y desaparece dando lustre y esplendor a Madrid. ¡Ay Albertito! como diría la Marquesa.

lunes, 6 de octubre de 2008

El hombre de cristal

Conocí al hombre de cristal en una sala a oscuras, era un anciano frágil, que mullía los bordes de los muebles y los posibles obstáculos de su reducto con telas acolchadas; sus huesos eran tan frágiles, que el menor impacto con las cosas, le producía fracturas a su endeble esqueleto. Su contextura era pequeña, y aún imbuído en una sucesión de capas de abrigo, icono del hombre cebolla, era evidente la endeble costitución que le sostenía. Usaba aún dentro de la casa, un abrigo vaya a saber de quién, notoriamente mayor en tamaño, y unos guantes de lana con la punta de los dedos recortadas para facilitar el tacto. Recluído como vivía, su pasatiempo consistía en pintar y apuntar su cámara de video a lo que sucedía en el mundo, es decir, en su calle. Pintaba y repintaba un mismo cuadro en busca de la perfección, y le sobraba tiempo para orientar a los escasos benefactores y amigos que recibía en su retiro cauteloso.
Anoche pensaba en él, en que nos parecemos; y aunque yo no pinte, delimito una y otra vez los contornos de la realidad que alcanzo a percibir; hispo las aristas de lo exterior para evitar golpes y rasguños que me distraigan de mi observación, o me confinen a la convalecencia de dolencias no previstas.
Es verdad, nos parecemos tanto, que hasta tengo mi propia Amèlie.