domingo, 24 de agosto de 2008

了璘輪林 了璘輪林 (¡Fuela, fuela!)

Hace muchos años estuve a punto de ir a las misiones chinas, y me dedique en mi retiro a aprender aquella lengua milenaria; sé incluso tacos coloquiales y frases de aliento y reprobación, pero aún no he conseguido que alguien me aclare las palabras del título, que dedicaban las gradas a los árbitros de la final olímpica de baloncesto.
Como es sabido, el deporte acerca a las naciones y se compromete en pos del final de las desigualdades; quizás por eso es que el trío arbitral, se empeñó en ayudar a los "negritos", que históricamente se han visto, explotados, atropellados y relegados al furgón de cola de la historia.
Estos tres paladines, y los que les esperaban en la mesa, se dedicaron a apoyar, precisamente, a los morenos que no lo necesitaban. Estos muchachos de la NBA (Negros Bastante Altos), sacaron partido de lo oscuro de su piel para hacer invisibles a los ojos de los jueces, los manotazos, empujones y "pasos" en que incurrieron permanentemente.
El baloncesto estadounidense tiene tanta calidad, que no necesita de prebendas para subirse a lo más alto del cajón de la gloria, pero aún así, los "circunspectos" sumos dirigentes de éste deporte se empeñan en demostrar que no tienen prejuicios raciales y se abocan obstinadamente en exigir sólo a los "colonizadores" europeos el respeto a las reglas internacionales en cuanto a los pasos a dar sin que se considere falta. En el paroxismo de su sagrada misión, penalizaron a los "blanquitos" con dos faltas técnicas que supusieron cuatro puntitos del ala para los "postergados" afroamericanos (y posesión), cuando los antiguos civilizadores les recriminaron su ceguera selectiva y bochornosa.
¡Fuela, fuela!, rugían las gradas, y yo sigo sin saber qué querían decir; decididamente tendré que dar un repaso a aquel idioma.
Después de todo no está mal, seguramente ganarían igual, pero como han necesitado ayuda, los vencedores recogerán sus medallas de oro de ley, y España, la medalla de plata dorada.
¡Gracias chicos!

viernes, 22 de agosto de 2008

Ricardito

Me habían dado una misión de enjundia para mis ocho años; me sentía orgulloso y excitado ante la posibilidad de pararme ante un tendero adulto y decir con firmeza: "tres velas y dos hojas de afeitar Gillette por favor". El "por favor" debía ser muy importante, porque tanto mi abuela, como mi tía Emma, hicieron especial hincapié en ello.
Me gustaba mucho visitar la isla, con aquel clima que parecía desconocer el invierno; las blancas manchas de las casas salpicando la ladera, frente a aquel mar que después de todo, no era tan azul. Mi abuelo estaba al parecer preparando un largo viaje, aunque parecía muy desmejorado en aquella cama de hierro que apenas abandonaba y se había decidido que fuéramos a despedirnos de él. Yo, encantado de aquella circunstancia.
Fui por el camino repitiendo la frase, estaba seguro de que la recordaría; al llegar al almacén, el corazón me latía un poco más de prisa, y eso le añadía interés a la experiencia.
Me paré en la acera incandescente frente al rectángulo oscuro de la puerta, mientras mis ojos intentaban penetrar aquel hueco tenebroso.
¡Ricardiiito, has vuelto!, escuché la aflautada sorpresa de una mujer, que a continuación, llamó a voces a otras chillonas. Me arrastraron a la penumbra, pero yo ya empezaba a ver. Abrazos ansiosos y besos salados de lágrimas, grititos y santiguos me habían descolocado, y yo no veía en qué momento poder decir mi parlamento; tampoco de imponerme y decir:
–¡No, soy Antonito, de Madrid!; no había manera.
Luego supe que Ricardito había caído al mar hacía dos años, y nunca lo encontraron.
A veces, cuando me encuentro muy solo, intento rescatar de la memoria, las hilachas emocionales de aquel equívoco antiguo y descolorido. Nunca nadie volvió a abrazarme así.

jueves, 14 de agosto de 2008

La foto


Quité el mes pasado todos los retratos próximos a la ventana; al
parecer, la luz, los había ido deteriorando aunque yo no lo notara. Los puse en el otro extremo de la habitación. La mudanza de todos los seres queridos de mi vida no fue demasiado solemne; apenas la delataba unas siluetas claras en la pared sucia y un poster del Che, cagado por generaciones de moscas, jubilado para hacer sitio a mi propio pasado.
Noté que todas las fotos menos una, se iban decolorando, o clareando las de blanco y negro. La foto de mi madre lucía igual que siempre, con aquellos colores pastel de las primeras fotos de color.
Si bien alejadas de la ventana, el proceso continuó imparable, y a los pocos días, un montón de fotos desvaídas, orlaban la de mamá, con aquella su sonrisa eterna. Hoy ya no podría decir cuál foto era la de quién; mis hermanos, mi padre, mis ex, y todos mis hijos, se representan igual; en unos cuadrados blanquecinos de distintas tonalidades. Tan sólo la de mi madre, sonríe impoluta con el color "Kodak Fiesta" del primer día.
Recuerdo el día de esa foto, creo incluso, que fue la primera vez que tomaba una; aquel infausto día, yo había roto el termómetro (cosa muy grave por aquellos tiempos), y esperaba un castigo: a cambio, me dejó usar la cámara y olvidar mi culpa; mi madre siempre me lo perdonó todo.