miércoles, 30 de septiembre de 2009

Chamán

Leopoldo Vilches se afeita sin espejo, de nada le serviría a sus ojos cansados; un jilguero posado en su hombro izquierdo parece alertarle de omisiones de espuma. Las montañas se perfilan a lo lejos, y él mira hacia ellas delineando los enormes bultos con recuerdos que no envejecen; rehaciendo los senderos escarpados en su memoria antigua. No habla mucho, y cuando lo hace, suena su voz pequeña como la vieja cuchilla contra su piel agreste abriéndose paso; susurros que allanan el hirsuto parlotear de los aldeanos. A veces puedo adivinar a la distancia cuando él habla, porque el silencio crece en torno suyo. Sobrevivió a la guerra y a la peste, a sus nueve hijos y a todas las injusticias; come y duerme poco, como habiendo aprendido de cada animal, y cada hombre, lo necesario para mantener su paso cauto por la tierra, aunque no parezca ir a ningún sitio.
Nadie predice el tiempo mejor que este hombre menudo, así como nadie siembra sin consultarle antes la oportunidad de hacerlo; la minuta suele ser exigua, un café y un cigarro le animan lo suficiente para levantar su nariz angulosa, entrecerrar los ojos y emitir un dictamen.
En Edén había oído que era capaz de hablar con los muertos, y de forma imprudente, fue lo primero que le pregunté tras darle los buenos días cuando le conocí.
–"Los muertos no hablan con nadie señor, son muy suyos" me dijo dando la cuestión por zanjada y haciéndome sentir muy torpe. Creo que sintió mi embarazo, porque me dedicó la única sonrisa que le he visto al despedirse; y me fui convencido de haber conocido a un hombre discreto y delicado.
Desde entonces le visito cuando voy a la sierra; pero no le hago preguntas, tan sólo le hablo de bueyes perdidos, con la certeza de que él sabe dónde están, y si presto atención, también lo sabré yo.